Algunos actuan, otros hablan y pocos piensan.
Yo me limito a observar.

Si muero mañana, no me extrañes, si en vida no lo hiciste, muerta ya no importa.

Cite du Vents


Capítulo 1.

Llevaba pocas horas allí. El viaje tedioso le había dejado el cuerpo dolorido. Nunca soportó estarse quieta, más que para dormir, entonces se convertía en el ser más satisfecho y plácido. Atravesaba el camino de hierba y arena, quería llegar a la orilla, se estaba haciendo de noche y quería dormir un poco antes de levantarse otra vez para romper completamente con el tiempo. Pero no quería hacerlo sin haber visto antes el mar. Ahora era consciente. Era consciente de qué momento estaba viviendo, qué hora era y qué había hecho hasta entonces, pero en apenas unas horas ya no se sentiría encajada en ningún sitio. Ya no pertenecería a nada. No tendría que rendir cuentas. No tendría preocupaciones. Sólo estaría ella. Sola. Y el momento. El presente sin futuro planificado. Sin consecuencias. Pero hasta que esa añorada utopía se cumpliera, quería pensar. Detenerse y observar. El mar. Inabarcable. Irreducible. Las nubes se esparcían sobre él creando un efecto tenebroso y también mágico, a medida que las últimas luces del día se desvanecían devoradas por la oscuridad. No quería mojarse los pies, así que se quedó allí donde las olas no llegaban. Donde el aroma salado se convertía en brisa. No le gustaba la arena “es áspera y pegajosa”, pero ahora eso no importaba.
Con un chasquido la llama encendió la hierba.
-¿Sabes qué? –No esperó respuesta- en Madrid no se pueden ver las estrellas. En Madrid, y realmente, en un ninguna otra ciudad. La iluminación crea una especie de carpa anaranjada. Pero en Madrid, en especial, los cielos están jodidamente sucios –pegó otra calada– el aire está intoxicado –alzó la mirada- aquí se respira mejor, el cielo es más nítido, puedes ver todas las estrellas... antes me reiría de esta situación ¡menudo cliché!, ¡qué típico!, ¿no crees? –silencio- ¿alguna vez has pensado cuál es el momento exacto en que te quedas dormido?, ¿sabes lo que te digo? Me refiero a que... yo no sé cuando me quedo dormida, ocurre de repente... no más... a veces me pregunto si habrá alguien más haciéndose la misma pregunta en este momento exacto, en cualquier parte del planeta... ¿tu no? –le mira y vuelve lentamente la cabeza otra vez... y vuelve a fumar- ...¿a que no adivinas lo que me estoy preguntando ahora?...
–No... –silencio.
Se le dibuja una sonrisa irónica. -Sí que lo sabes... dímelo, quiero oírte decirlo...
–Puedes estar preguntándote muchas cosas...
–Pues eso... –se rodeó las rodillas con los brazos, acurrucándose, volviéndose minúscula... en unas horas no existiría el tiempo.

–Todo se reduce a una cuestión –apoyó el mentón sobre las rodillas- es simple... ¿qué haces aquí? –un nuevo silencio. Habían pasado tantos segundos, minutos, horas, días, meses... un año, de silencios, que se había perdido el factor de lo incómodo y de lo extraño... el silencio era normal.

El ser humano tiene una naturaleza cobarde y se ofusca en buscar una explicación racional a todo. Todo debe mantener un orden, seguir unos patrones, unas reglas. Nos autodictamos a seguir lo preestablecido, pues si no, nos sentimos perdidos. Y eso es lo que está mal. Está mal no encajar, no pertenecer. “...a diferencia del resto de los animales podemos razonar...” ¡Qué horror!, mira para lo que nos ha servido... únicamente para reprimirnos los unos a los otros... Qué sencillo hubiese sido... nunca hubiera existido ese año silencioso... o tal vez sí... alguien dijo que no sirve de nada lamentarse por lo pasado, pues no se puede cambiar... es el ahora y el aquí donde recae el momento y en donde tiene cavidad la acción.

–Lo he dejado con ella, ya estábamos hartos el uno del otro... -Ese fue el inicio de una larga retahíla de explicaciones y excusas. Ella había pensado, soñado, tantas y tantas noches, tantos y tantos días... tantos y tantos momentos de su existencia en esa declaración que, sencillamente, ya no pudo más. Le sobrepasaba... pero bueno, en unas horas, no existiría el tiempo.



Capítulo 2.

La ventana del tren se había convertido en una pantalla de cine. Como una foto tras otra, el paisaje evolucionaba heterogéneo siempre bajo la sombra de un cielo grisáceo. La velocidad vertiginosa ya no le molestaba. Hace algunos años le habría sido imposible no vomitar después de sentarse en cualquier medio de transporte. Pero ahora se dejaba llevar por la rapidez, consiguiendo mantener en calma tanto a su estómago, como a su mente. Encontraba una extraña belleza en las estaciones, le era inevitable verlas como un símbolo ideal del tiempo. Eternos bosques de pino, y una tierra enrojecida. Campos amarillos, secos. Un horizonte sin principio ni fin teñido de colores mates. Y de vez en cuando la dichosa mano del hombre se dejaba ver con alguna edificación puramente humana.
Desde hacía algún tiempo su expresión había cambiado. Había dejado de ser una niña con un rostro marcado por la risueña inocencia. Ahora sus ojos estaban manchados por una latente tristeza, y su mirada sólo transmitía un sentimiento de desesperante lejanía. Nunca le había temido a la vejez. La edad era algo que no ocupaba espacio temporal en su pensamiento, sin embargo, era notable cómo se había dejado marcar por las experiencias, cómo toda su personalidad estaba plagada de heridas sin cicatrizar. Pero eso era algo que se le escapaba de las manos. Se había autoconvencido de la ineficacia de intentar olvidar. Nunca lo conseguiría, así es que simplemente terminó aceptando el que tendría que convivir con sus recuerdos, simplemente, estaban ahí, y no se irían.
Y mientras tanto el tren seguía reptando por las vías oxidadas a una velocidad vertiginosa. Apoyó lentamente la cabeza y el resto del trayecto fue soñado.

 

Capítulo 3

Estaba sentada en un sofá. El televisor encendido. Era mediodía. Los dibujos animados llenaban la pantalla. La persiana creaba una penumbra. Ella era pequeñita. La silueta del hombre se dibujaba a su lado. No había exterior. La sala se recreaba en un escenario teatral. Los dos sentados en el sofá. Ya había terminado de comer. En media hora volvería al cole. La sita le estaba enseñando a multiplicar. El hombre tenía una cara derretida, era de cera arrugada. Sus manos eran grandes, blancas, marmóreas, y gélidas. La baba pendía de sus dedos cristalina. La mano derecha era un muñón bajo la bragueta de su pantalón, la otra se colaba con los dedos goteando en la entrepierna de la pequeña. Secreto. Nuestro secreto.
En mitad de la noche se despierta. El sudor frío se le adhiere a la nuca. Le cuesta respirar y siente punzadas en las sienes. Las sábanas están empapadas. Se queda quieta acurrucada, temblando. Y espera volver a dormir.
La alarma suena incansable. Despierta un nuevo amanecer. Ese es quizá el peor momento del día. Dormiría eternamente. Plácida, sin preocupaciones. Va hasta el baño se sienta en el váter y, apoyando los codos en las rodillas, vuelve a cerrar los ojos. Luego deja que se deslicen las bragas hasta el suelo y se mete en la ducha. El agua caliente le relaja los músculos. Pasan los días y ella sigue así, tensa, con el dolor de una paliza en todo el cuerpo. Pero el agua caliente es milagrosa, consigue estirarse y respirar con más calma. El jabón se desliza burbujeante por la piel. Coge un cepillo y se lo pasa arañándose todo el cuerpo, dejándolo enrojecido, ardiente. No soporta la suciedad, ni las pieles muertas, así que lo restriega sin importarle el dolor, al que ya inevitablemente se ha acostumbrado.
-Es cuestión de tiempo. Siempre es cuestión de tiempo-. Se masajea la cabeza con rapidez. El vaho navega en una nube por todo el baño. No, el peor momento es definitivamente ese en el que tiene que salir de la ducha... Odia el frío húmedo.
La cafetera suena a medida que el agua cae sobre la taza. El aroma se va colando por toda la casa. Se enrolla la toalla en la cabeza y camina hasta su habitación. Abre las puertas de los armarios y los cajones. Aunque sabe que ponerse a buscar la ropa a esas horas es una pérdida enorme de tiempo, le parece terrible lo monótono que resulta la planificación con antelación. Así que nunca deja la ropa preparada la noche anterior. Elige unas bragas al azar y vuelve al baño. Coloca la alfombrilla para que los pies descalzos no toquen el suelo. Se embadurna de crema, se maquilla y se echa perfume por encima. Con la toalla aún en la cabeza y sin más que las bragas puestas vuelve a la cocina. Recoge la taza de café. Saca un brick de zumo de melocotón de la nevera y se pone un vaso. Deja la sartén sobre la bitro y casca dos huevos en un bol metálico. Un cacho de pan y el desayuno está listo.
Vuelve a la habitación y comienza a vestirse. Recoge en un rollo la sábana y las fundas. Retorna al baño y lo mete todo en la lavadora. Comienza a peinarse.
A la media hora consigue finalmente cerrar la puerta a sus espaldas. Son los últimos días de primavera y ya desde la seis de la mañana el sol comienza a asomarse y filtrándose por entre las calles de la capital, despierta a todos, incluso los perezosos como ella.