Ocho de la mañana. Los coches pasan por la calle haciendo el mismo ruido que millones de abejas en un enorme panal. El rocío sigue pegado a las hojas del jazmín del balcón. La terraza está húmeda. Estoy empezando a sentir frío. Destapo la tetera japonesa. El vapor se eleva para desaparecer instantáneamente. Una brisa matutina recorre toda la calle, se lleva por delante las primeras hojas que han caído. Este otoño va a llover. He sacado tostadas y napolitanas de chocolate, sé que te gustan más que las de crema, por eso compré magdalenas con merengue. Me encantan, ya te lo conté alguna vez, me hacen recordar.
Sigues dormido, el madrugar no forma parte de tu persona. Sonrío, tonta. Me encanta eso de tí, aunque nunca te lo diga no sea que un día te encuentre convertido en marmota. Las cortinas blancas se agitan. En la calle hay una bolsa que navega en el viento. Da vueltas en el aire, desciende, planea sobre el asfalto, se queda con las hojas mustias... Están abriendo los de al lado del bar, creo que es una tienda de antigüedades, pero no estoy segura.
Se me escapa una lágrima. Tengo frío. No sé porqué, siempre vuelvo a pensar en tí. Ahora me estoy acordando, aquel día en el parque. El estanque a la derecha y el paseo de árboles que se abrían paso rompiendo el suelo adoquinado. Primavera. Me cogiste la mano, y me pareciste la cosa más hermosa del mundo. Un suspiro. Sólo pude devolverte un suspiro. Me habías hecho tuya. La imagen desaparece velada por el sol, nosotros seguimos caminando.
Bostezo. Yo me convertiría en lirón. Recojo el merengue rosado con la punta del índice. Aroma a menta, el té se mantiene caliente. Hoy no preparé café. Petra aparece ronroneando por detrás de las macetas. Su pelaje negro brilla mientras me acaricia los tobillos. Sus ojos verdes me observan. Qué lista es. El cielo está despejado, sólo se ve una nube, blanca, casi transparente. Han encendido los aspersores. Las gotas saltan. Agua. Echo de menos el sol ardiente, como el de aquel día en la playa.Verano. En la casita blanca frente al mar. La buganvilla enroscándose por la madera verde. La arena áspera, las olas chocando contra ella. Nuestros cuerpos secándose cómo lagartijas. Descansábamos, perezosos, como solo nosotros dos sabemos ser. Un beso sabor a sal. Una sonrisa. Te quería. Recuerdo que te levantaste, y caminaste hasta la orilla. Te quedaste así, tal cual, mirando al horizonte azul, al tiempo eterno. Sí, sí que te quería.
Ocho y cinco. Sigo sentada. Hoy es viernes. Aún no se qué haré. Tú tienes que trabajar por la tarde. Hemos tenido suerte. estás haciendo lo que quieres. Quiero escuchar música. Petra me sigue hasta el salón. Parece como si todo dentro del salón se moviese por una carga eléctrica. Estático. A cualquiera le sería fácil perderse entre la cantidad de cds y libros que rebosan las estanterías. Qué se le va a hacer, es lo que nos gusta. Sé lo que estoy buscando. Thomas Newman. Este disco me lo preparaste tú. "...and breathe me." Bajo el volumen. No quiero despertarte, que después estás roñoso. Tenemos la mañana entera para los dos. Creo que voy a salir a hacer fotos, por donde el ferrocarril. Quizá hoy podamos ver alguna película cuando regreses, después de cenar.
Quizá podamos terminar de planificar ese viaje a Italia. Siempre he querido ir. Tengo una foto del Lago di Como de salvapantallas, tú sabes porqué me gusta. Voy a necesitar un jersey, estoy helada.
Me lleno la boca con un trozo de magdalena. Siento su presencia detrás. Él camina, con esos andares únicos. Él; tú. La música ha llenado la casa, nos traslada a cualquier otra parte del planeta. Te veo. Te acercas más. La Bequita de Thackeray descansa cerca de mi taza con todas las páginas abiertas.
Ocho y diez. Frente a frente. El sol sigue tragándoselo todo con su luz. Sonríes. Me coges la mano, minúscula entre las tuyas. Dejas algo en ella, sé lo que es; pero ya no existe nada más que tú. Y el tiempo ese factor tan misterioso, irritante, necesario, único; deja de existir. Como aquel día en la playa. Como en los recuerdos.